Mira lento. Suspira. Vuelve a mirar. La sensación de tirantés de los finos pliegues de su piel le hace resonar los consejos de su tía. Ya deberías comenzar a usar crema, porque en breve esas pequeñas líneas se comenzarán a notar. Pero se olvida. Siempre se olvida en el momento en que debería acordarse. Se cansa más. Sale de noche y muy pronto se emborracha. Tiene sueño más de la cuenta. Siente la letanía del cuerpo, aunque aún no dio de mamar. Y de pronto los recuerdos se le convierten en nostalgia. Se arrepiente. Mucho más a menudo se arrepiente de lo que no dijo ayer, de lo que dejó pasar aquel día, de aquello que miró con ligereza. Se preocupa con más intensidad. Discute con más euforia. Ya no son tan fáciles las lágrimas. Y se detiene, casi minuciosa, en eso que ahora le cuesta pero que antes conseguía sin preocupación. Casi no recuerda lo que soñó anoche, pero es más apasionada al soñar. El amor pasó, la rejuveneció incansable, la tiró como una lanza, la despabiló, la volvió a dormir. Y de repente siente que su mirada se torna más dura, más tosca, menos angelical. La sonrisa es menos tímida, más locuaz, más espontánea, pero más selectiva. Ya no le teme a la soledad, o sí, pero no se conforma con una blanda compañía. Las mañas le tiñen la frente y las inseguridades ya no la atormentan tanto. Cara lavada, zapatillas de lona, uñas pintadas y cabellos despreocupados. No le importa la cabeza sentada, aunque debería usar valija porque la mochila le hace doler la espalda. Niña para el mundo. Mujer para la raza.
Nota: A mis amigas del barrio, ahora desperdigadas por varios barrios... y sobre todo a la Negra, que hoy cumple 32 años.