Era noviembre, como ahora. El calor sofocaba en esa iglesia de barrio que, por su estructura redonda, ella fantaseaba con que era un plato volador. Hilos de transpiración le caían por entre sus pechos recién madurados, que a penas se dejaban notar a través del vestidito blanco a lunares azules que su mamá le había comprado para la ocasión: su colación de séptimo grado.
Estaba hermosa. Sus maestros se lo decían. Sus compañeritos de grado, a los que miraba desde una o dos cabezas más arriba, no dejaban de contemplarla. Las personas en la iglesia mucho menos: el caricúlico cura, la mujer mojigata de anchos anteojos, el pelado con camisa a cuadros y rosario colgado al cuello… Todos la miraban. Ella lo sentía. Pero no porque estaba hermosa, sino por su desubicado y apresurado cuerpo de mujer, que hasta entonces se había encargado de tapar, para que nadie nadie nadie se diera cuenta.
De pronto, y como en cada acto escolar, el profesor le pidió que pasara a leer el discurso. Debía subir adonde estaba el cura que la miraba caricúlico, como si fuera uno de los escenarios a los que estaba acostumbrada a trepar de un solo y despreocupado salto. Tenía que hablar delante de toda esa gente con rosario en mano. Y eso, que antes hacía con total desparpajo, la aterraba, la paralizaba, la avergonzaba, por culpa del vestidito blanco que a esa altura odiaba con toda su alma. Por primera vez, se negó a leer el discurso.
Cuando terminó la misa, y en medio de la desesperación por salir rápido de ese plato volador que la atormentaba, la señora mojigata se le acercó, la miró de arriba abajo, y de un susurro terminó de refregarle ese cuerpo que ya no soportaba más: “No se puede venir así vestida a la casa de Dios”. Como si su pudor no le bastara. Como si sus ojitos de gruesas pestañas no mostraran que era una niña de séptimo grado. Como si el vestidito hubiese sido la manzana de un pecado que, encima, no había cometido.
Salió escondiendo los ojos mojados. Se subió al auto con sus papás, a pesar de que sus compañeritos iban todos caminando hasta la fiesta de egresados que tanto había organizado. Rogó que la llevaran a casa. Se puso unos enormes bermudas de corderoy rojo que le llegaban hasta las rodillas, una de las camisas a cuadros de su papá que tanto le gustaban, y los ya desgastados mocasines marrones. Corrió hasta el colegio que quedaba a la vuelta de su casa. Saltó el alambrado como cada tarde cuando iba a clases. Se reunió con sus compañeritos que ahora parecían de su misma altura. Bailó feliz toda la noche. Y se olvidó del vestidito blanco a lunares azules.
Hasta hoy, 17 años después, mientras piensa cómo le gustaría tener ese cuerpo para volver a usarlo.