Hace unos días estuve hablando con un amigo sobre los rollos que cada uno trae encima, de las quejas, los malhumores y demás yerbas. Las caras desencajadas y el discurso monótono sin creatividad, o los demasiados rebusques para concretar o decir algo que, en los hechos, es mucho más simple, menos tedioso y hasta puede ser más divertido. “¿Por qué esa necesidad de complejizar todo? No hace falta buscar tanto la sonrisa, si está ahí nomás, debajo de la nariz”, dijo, espontáneo, serio, como si estuviera exponiendo sobre metafísica en un congreso. Me gustó. Y claro, me hizo sonreír.
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