"Mirando por melancólicas ventanillas de un viaje en tren por la periferia de la ciudad, no necesariamente la zona más pobre, las fachadas de las casitas siempre hablan. ¿Qué murmuran? Se las ve modestas, con jardincitos un tanto deteriorados, pero algunos pórticos estilizados remedan atendibles aspiraciones. No es fácil descifrar lo que dicen y cómo van a opinar esos ventanucos, esas terrazas con asador, esas verjas que buscan reforzarse. Se juegan cuestiones que importan a sus dueños o inquilinos, aunque se digan indiferentes a lo político. Hay en esa arquitectura popular ideas soterradas, adivinables tal vez en un llamador de puerta recién lustrado o en el fileteo ingenuo de una balaustrada. Pueden revelar deseos contenidos, ansiedades inasibles. ¿Pero dónde están las ideas? ¿Cómo se las expone o despliega en conceptos, léxicos e imágenes?
Durante mucho tiempo existió en el país lo que podríamos llamar una “política de ideas”. Se trataba de valorar el papel del Estado, el uso de los recursos públicos, el sistema de libertades, la representación social en general y los modos de practicar las luchas. Palabras como pueblo y oligarquía, derecha e izquierda, reforma y revolución, privatización o estatización, liberalismo económico o autonomismo social se referían al modo en que la imaginación pública, durante ciclos históricos completos, había interpretado la cuestión del vivir común. Y sobre todo, las variadas imágenes de verdad que emanan del concepto político esencial: el pueblo. ¿Esos términos con los que se habló, desde Aristóteles al general Sandino, acabaron?"
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Nota: extracto de una columna de Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, que se publicó ayer en Página/12.